La celebración de los fieles difuntos en México tiene su origen en la época prehispánica. De acuerdo con los historiadores, los mexicas tenían varios periodos a lo largo del año para celebrar a sus muertos, los más importantes se realizaban al terminar las cosechas, entre los meses de septiembre y noviembre.
La sociedad azteca creía que la vida continuaba aun en el más allá, por eso consideraba la existencia de cuatro “destinos” para las personas, según la forma de morir. El arqueólogo Eduardo López Moctezuma los detalla de la siguiente manera:
El Tonatiuhichan o “casa del sol” era el sitio al que iban los guerreros muertos en batalla, los capturados para el sacrificio y las mujeres embarazadas.
El Tlalocan, un tipo de paraíso al que llegaban todos los que morían por el agua.
El Chichihualcuauhco, un espacio destinado para los bebés muertos, ahí eran amamantados por un enorme árbol nodriza hasta que “volvieran a nacer”.
El Mictlán, el reino de los muertos y destino de las personas que fallecían por causas no relacionadas al agua, la guerra o el parto.
Con la llegada de los españoles, el Día de Muertos no desapareció por completo, como otras fiestas religiosas mexicas. Los evangelizadores descubrieron que había una coincidencia de fechas entre la celebración prehispánica de los muertos con el día de Todos los Santos, dedicado a la memoria de los santos que murieron en nombre de Cristo.
La fiesta de Todos Santos inició en Europa en el siglo XIII y durante esta fecha las reliquias de los mártires católicos eran exhibidas para recibir culto por parte del pueblo.
También había una sincronía con la celebración de los fieles difuntos, realizada justo un día después de Todos Santos. Fue en el siglo XIV cuando la jerarquía católica incluyó en su calendario dicha fiesta, cuyo propósito era recordar a todos los fallecidos por diversas pandemias, como la peste negra que asoló Europa.
Fue así como el Día de Muertos se redujo a tan solo dos días, el 1 y 2 de noviembre, aunque en otras regiones como Oaxaca y Puebla se extiende a varios días, pues se cree que aquellos que murieron de causas no naturales llegan días antes al hogar.
Las costumbres prehispánicas de incinerar a los muertos o enterrarlos en el hogar fueron eliminadas y los cadáveres empezaron a depositarse en las iglesias (los ricos adentro y los pobres en el atrio). Se adoptaron costumbres españolas, como el consumir postres con forma de huesos que derivaron en el popular pan de muerto y las calaveritas de azúcar.
También comenzó la costumbre de poner un altar con veladoras o cirios, de esta forma los familiares rezaban por el alma del difunto para que llegara al cielo. De igual manera, se hizo tradicional la visita a los cementerios, los cuales fueron creados hasta finales del siglo XVIII, como una forma de prevenir enfermedades al construirlos a las afueras de las ciudades.